Singladura

Para “Poetas sin Voz” y a la savia joven de Santa Rosa de Osos.
 

Las espinas erupción
atragantan
los poros de mi piel
con el recuerdo
de aquellos lugares
donde no todos
los relojes de arena
pueden atravesar
la zanja estriada
en el cerumen
violáceo
del revólver.

Estos serán hacinados
durante diodo el tiempo
que lubrica el mordisco
del cerrojo
en el cigüeñal que recorre
las encías ensangrentadas
con los estribos
de la ciudad.

Son muy pocos
los que aguardarán
sin limar
el potencial de sus caderas,
para así encharcar sin sobresaltos,
el púlpito uterino
en las hormas torneadas
con la trama vertical
de las banderas.

Los cuerpos no tipificados
se descolgarán
sobre las grietas del suelo
a través
de uno de los innumerables
perdigones
inyectados en las postas
por los muchos sueños rotos
de la metrópolis.

Las semillas fecundadas,
son ahora
un manojo llagas
de espolones
reposando sobre la esterilidad
abierta
en la herida
electrificada
del hormigón.

Todavía sin detenerse,
la “parlamento”
toxina
del aeroplano
circunda
la utópica movilidad
de los caídos.

***

El carrillón de las nubes
enjuaga las membranas
que sostienen
el sobresalto del espejo interior
con un torniquete calzado
en el núcleo de los raíles.

Uno de ellos
atenaza el cabrestante
que empuña
al rumor de la distancia
el tocado altruista
del ancla.

Buscan escuadras de fertilidad
en los puños granulados del cemento.
En el paso de un ave,
el encuentro
muestra al horizonte
la humedad telúrica
en los surcos peinados
con la ganzúa
asilvestrada
en la emigración
furtiva
del arado.

***

Desde lo alto del iris,
todavía son perceptibles
las tonfas marinas
que remueven la arena
en la acometida
de un sedal incrustado
en ocarina un recipiente
de porcelana.
En el piso superior,
danza la falsedad
de una brújula,
entregando la esencia
de su magnetismo
al entresuelo
perforado
con tormentín
un nido de avispas.

Es el miedo
a perder los fragmentos “privatizados”
en el desgaste que esgrime marginal
la tentativa libidinosa
del sarcófago.

***

Al otro lado del océano,
las lluvias
oxigenan
el sello del áncora,
deslizando en su deshielo
al alboroto ultrajado
del silencio.

Ya pueden engendrar
la zanja de la tierra.

En la concepción furtiva
de la promesa
se esconde el aroma,
todavía encerrado
en la ternura que armoniza
el escalofrío

junto al proyecto azaroso
e indeterminado
en la savia
suicida
del rosal.

 

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